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BRAND VOICE – Memorias de Taormina
Capítulo 1: La Grande Bellezza
Redacción – 17/04/25
De Taormina se cuenta que ha recibido visitas durante siglos, y que nadie ha podido olvidar su belleza. Exactamente lo mismo sucede con la Mamma Pazzo. Esta que voy a relatar es la historia de una mujer indómita, salvaje, fascinante e inalcanzable. Una mujer capaz de hacer perder la cabeza a cualquiera
Cuando era más joven y más vulnerable, mi padre, en su lecho de muerte, me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces. «No hagas planes, el futuro nunca es como esperamos», me dijo: «Recuerda que el mundo ni empieza ni acaba contigo, así que disfruta de lo efímero». Eso fue todo. El resultado es que tiendo a ver la vida desde una perspectiva diferente al resto de personas. Analizo, observo, pero nunca juzgo. Me sorprendo a menudo. Vivo relajado y me limito a dejar que las cosas, simplemente sucedan.
Todo esto era así… hasta que la vi.
Iba paseando por la Piazza IX Aprile de Taormina. Los parroquianos que abarrotaban los cafés contuvieron la respiración, los artistas alzaron la cabeza del lienzo para seguirla con la mirada, los jóvenes estudiantes aparcaron sus acaloradas discusiones. El tiempo se detuvo mientras ella levitaba -porque la Mamma no anda, levita- hacia la balconada de la Piazza. Esa que acontece a la inmensidad del Etna, la bahía de Naxos y las ruinas del antiguo teatro de Taormina. Esa que posee una belleza sólo eclipsada por la Pazzo.
En aquella época, me alojaba en el Hotel Metropole, un gran hotel del siglo XVIII, ubicado en el Corso Umberto. A pesar de lo que su fachada rústica podría parecer, su interior destilaba belleza y elegancia. El «Metro», como le llamábamos por entonces, era y es un baluarte del esplendor siciliano. Un refugio atemporal de arte, esculturas y antigüedades; con unas habitaciones -la mía era la suite presidencial-, que poseían las mejores vistas a la bahía.
A media tarde, cuando el sol baja y la luz del ocaso muta del rojo siena a el crema napoletano, me gustaba realizar la célebre passeggiata, mientras saboreaba un gelatto de l´Antica Gelataria Fanaberia dei Centosanti. Sin duda, mi favorito, aunque a veces le era infiel con Don Diego, d´Amore o Fresta. El paseo era tranquilo y calmado, nunca tenía planes, por lo que dejaba que me llevara la intuición.

Pues bien, una tarde, el paseo discurrió por los jardines de la Villa Comunale, jardines que antaño pertenecieron a Lady Florence Trevelyan, una noble inglesa prima de la reina Victoria, que se casó con el alcalde Salvatore Cacciolapoco. Paseando por los senderos sombreados, del jardín uno podía admirar las «locuras victorianas», curiosos edificios en miniatura que la noble mandó construir como ornamentos, entre ellos la Gruta de Lord Nelson, el Templo Griego y la Torre Sarracena. El discurrir entre palmeras, ficus, buganvillas o agaves solo era interrumpido por los loros que animaban con su canto, pero se realizaba en paz y armonía.

La tarde iba dejando caer los últimos rayos de sol, mientras el paseo me llevaba por instinto a la Piazza XI Aprile, donde recalaría en el Wunderbar Caffé, para disfrutar del atardecer en su terraza a ritmo de jazz. Como no podía ser de otra forma, encargué un Negroni a Matteo dell´Orso, el barman, quien tras una sonrisa cómplice comenzó a mezclar el vermú Rosso, con el Campari y la ginebra. Su trabajo, delicado y sutil, dio paso al trago, sugerente y expresivo. «Ahhh Il dolce far niente signore», me interpeló Matteo. Afirmé.
Sin lugar a dudas, seguía paso a paso el consejo de mi padre: nada de planes, disfruta del momento, transita la vida en calma. Este aprendizaje me recordaba con frecuencia a mí mismo, inflexible, convencido de mi postura, pero como ya aventuré, todo cambió al ver a La Pazzo.
Llegó a la plaza contorneando sus caderas, la melena al viento, la sonrisa amplia. Juro solemnemente que noté -vaya que si lo noté- un calambre recorriendo todo mi cuerpo. Nunca había sentido algo tan vibrante y, al mismo tiempo, tan paralizante. Me quedé absorto, con mi copa de Negroni en la mano y la boca ligeramente abierta. No sé cuánto tiempo pasó. De hecho, no sé si el tiempo era una constante real, o simplemente se detuvo. Tras ese espacio temporal imposible de determinar, empecé a recuperar mis habilidades psicomotrices. Mi respiración se aceleró, al igual que el ritmo cardiaco. Venía hacia mí. ¿Realmente venía, o acaso era un sueño?
Ciao Caro! Sonno Mamma Pazzo. ¿Puedo sentarme aquí?», dijo, señalando la silla vacía junto a mi mesa. Empecé a balbucear inconsistencias. No esperó mi respuesta: rió y se sentó. Señaló mi copa y me preguntó si aquello era un Negroni. De repente empezó a sonar Tu vuò fà l’americano. Lo interpretaba el célebre cantante Lorenzo Perrone. Entonces, tras los primeros compases, la Pazzo miró a Matteo dell’Orso. Este le guiñó un ojo y desapareció tras la barra.
Tras unos instantes, Matteo apareció con una bebida y se la ofreció a La Pazzo. Me aclaró que cuando sonaba esa canción, ella tenía por costumbre tomar un «Americano»: un cóctel a base de Campari, vermú Rosso, soda y angostura, muy similar al Negroni, pero que a ella le parecía más incantevole.

La Pazzo empezó a contarme entre carcajadas que solía visitar el café y que Matteo y Lorenzo eran viejos conocidos suyos. Yo no podía centrarme en sus palabras, su mirada brillaba resplandeciente, sus gestos alocados me tenían obnubilado. Era bella hasta decir basta. Sexy, voluptuosa y exuberante. El vestido de popelina, una reinterpretación de la cerámica mayólica en tonos azules, se ajustaba a la piel y marcaba su figura. El escote corazón con lazada, realzaba su busto enseñado una piel marcada por el sol, brillante, turgente… Absolutamente toda la Piazza tenía la atención puesta en ella (y en mí).
Y sin embargo, la Mamma no parecía darle ninguna importancia.
«Bello, ¿por qué no salimos a bailar? Conozco un sitio cerca», me susurró al oído. Tampoco dio tiempo a replicar. Me agarró de la mano y nos levantamos, salimos corriendo entre las miradas curiosas de los allí presentes. Cruzamos por las estrechas callejuelas del centro: Bastione, Vico Cupri… Atravesamos la Naumachia di Taormina y, una vez en la Via degli artisti, nos detuvimos. Me mandó callar poniendo su dedo índice sobre mis labios y comenzó a gritar: «Agatino, sonno ioooo». De repente, una pequeña puerta se abrió y cruzamos hacia lo que parecía una fiesta clandestina, organizada por el artista local Agatino Giammona. Las pinturas ornamentales y florales, las vírgenes y los jarrones, los retablos y demás elementos, configuraban una pequeña galería abigarrada, opulenta y llena de misticismo que me dejó fascinado.

Repentinamente, la Mamma apareció con Valentina, una especie de pitonisa que quería leerme la mano y portando -¿era cierto lo que veían mis ojos?- una copa que representaba su cara. La Pazzo miró mi rostro de asombro y empezó a reírse a carcajadas. «Esta es la copa que hizo mi caro amico Agatino para beber mi cocktail favorito. Puesto que es en mi honor, la ha nombrado La Mamma», comentó, y a continuación me invitó: «Pruébalo». Cómo es posible decirle que no a semejante donna, la Pazzo siempre ha sido absolutamente arrolladora.
Tenía algo de vodka, zumo de lima siciliana y me pareció apreciar un leve toque de albahaca. Fresco, exuberante y sexy. Como ella. Tras ese, vinieron dos más. «Una notte es una notte», me dijo: «Conmigo se sabe cuándo empieza, pero nunca cuando termina».

Tres horas más tarde, no sé cómo, estábamos en la cocina de Osteria Da Rita Dal 1991. Ella tenía un amigo trabajando allí, Sergio Paolini, que nos abrió la puerta trasera. No lo recuerdo bien, pero aparentemente, antes habíamos pasado por La Bottega del Formaggio para recoger una rueda de pecorino. La Pazzo solía utilizarla para preparar sus famosos -eso dijeron todos los asistentes de la fiesta- spaghetti allá carbonara. Primero, dorar el guanciale; luego, añadir los huevos, el Pecorino sustraído de la bottega y la pimienta negra. «Questa è la vera carbonara!», clamaban todos los invitados, mientras se llevaban a la boca la pasta enredada en el tenedor.


Tres horas más tarde, no sé cómo, estábamos en la cocina de Osteria Da Rita Dal 1991. Ella tenía un amigo trabajando allí, Sergio Paolini, que nos abrió la puerta trasera. No lo recuerdo bien, pero aparentemente, antes habíamos pasado por La Bottega del Formaggio para recoger una rueda de pecorino. La Pazzo solía utilizarla para preparar sus famosos -eso dijeron todos los asistentes de la fiesta- spaghetti allá carbonara. Primero, dorar el guanciale; luego, añadir los huevos, el Pecorino sustraído de la bottega y la pimienta negra. «Questa è la vera carbonara!», clamaban todos los invitados, mientras se llevaban a la boca la pasta enredada en el tenedor.
«Questa è la vera carbonara!», clamaban todos los invitados, mientras se llevaban a la boca la pasta enredada en el tenedor. Allí estaban Agatino, Valentina y los demás. Yo no pude más que asentir. Fue la mejor carbonara de mi vida. Lamentablemente, tras preguntarle por el toque secreto de su receta, nunca me lo reveló.
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