Vídeo: Pablo Granero
BRAND VOICE – LAS 19.06
Cómo diferenciar a un influencer de un jeta
Joan Garí – 08/05/2025
Esta vez nos reunimos en Castellón, concretamente en el restaurante Anhelo, para hablar de prescriptores. Los tertulianos procuran discernir entre los auténticos profesionales, que aportan un plus de valor a los negocios gastronómicos, frente a los caraduras y aspirantes a ser invitados a mesa y mantel
La tarde del lunes de Pascua, nos había citado Ferran Salas, director de la revista Habanero Magazine, y no precisamente para comernos la mona. Se trataba de una mesa redonda para diseccionar la figura del influencer gastronómico. Los allí convocados: Bea Villalba, del restaurante Arre (Castelló); Alejandra Herrador, chef de Atalaya (Alcossebre); Cristian Granero, chef de Anhelo (Castelló), la casa anfitriona; el bloguero gastronómico Encuinarte y yo mismo, en mi calidad de escritor y periodista gastronómico.
El local que nos sirvió de escenario fue, como decimos, Anhelo, situado en la céntrica calle Mestre Ripollés de la capital de la Plana. Cristián Granero es un cocinero procedente de la Vall d´Uixó y formado en la Escuela de Hostelería de Castellón. Tanto él como Alejandra y Bea están muy bien considerados en el sector y, cada uno a su manera, lleva algún tiempo empeñado en que sus clientes interiorizen ciertas delicadezas gourmet y accedan así a un grado superior de civilización. A modo de indicio, los tres aparecen en diversas guías gastronómicas -Atalaya tiene una Estrella Michelin- y ocupan puestos notorios en Los 55 mejores restaurantes de la Comunitat Valenciana de Santos Ruíz.

Cristian Granero y Joan Garí. Foto: Pablo Granero
Nada más comenzar el debate, los tres participantes propietarios de restaurantes quisieron dejar claro que no se sienten cómodos con esos soi-disants influencers que llegan a su local y aspiran a ser invitados a mesa y mantel. Alejandra confesó sentirse abochornada cuando perfectos desconocidos le piden, no sólo comer ellos gratis, sino que también lo haga toda su familia (sic). Es la faceta desvergonzada del fenómeno.
En este punto me vi obligado a precisar que también los periodistas serios nos veíamos en la obligación de pedir que no nos cobraran las comidas cuando eran de trabajo. Esto tiene una explicación muy fácil, estrictamente aritmética. El periódico más serio y de mayor circulación de España, con el que colaboro desde hace treinta años, paga ahora menos por artículo que en los años 90. Y es y ha sido siempre el más generoso y justo con sus colaboradores. Luego está ese pequeño concepto sin importancia llamado inflación. Hay que pensarse muy bien, entonces, a quien se está invitando a comer y el porqué.
Todos coincidimos, en ese punto, en que es urgente diferenciar entre los auténticos profesionales gastronómicos, que aportan un plus de publicidad y valor impagable a tu negocio, de los jetas más descabellados. En ese punto Encuinarte, que es un bloguero de ideas muy meditadas, explicó que él ya había observado como influencers en rebaño acudían sistemáticamente a los mismos negocios, usualmente con cierta notoriedad, para promocionarse ellos mismos al rescoldo de la fama ajena. Todo lo contrario de lo que sería óptimo: no acudir al local que ya tiene méritos acreditados, sino descubrir aquellos establecimientos que luchan por ser más conocidos y valorados. En este punto, recordé el artículo que publiqué sobre Miguel Barrera, de Cal Paradís, en 2012, en El viajero. Entonces no lo conocía casi nadie, pero el artículo fue una bomba y a los seis meses le dieron la Estrella.

Bea Villalba y Alejandra Herrador. Foto: Pablo Granero
A Bea, de Arre, le preocupaba mucho la cuestión generacional. Tiene dos hijos adolescentes, claro. Ella recordaba cuando su padre la llevaba a una marisquería como el que entra por primera vez en Notre-Dame. Esa unción religiosa sentida por estar en un sitio caro y que requería una mínima compostura debería seguir siendo transmitida de padres a hijos, pero ahora los influencers disfrutan con el mismo vídeo de la misma hamburguesa en todos lados… Entonces hablamos de Facebook (esa antigualla) y, sobre todo, de Instagram. Ferran Salas, que en su papel de guía de la conversación daba voz a todos los participantes, no olvidaba hacer sus propias aportaciones, como cuando nos recordó el concepto Mendigram, referido a esos sinvergüenzas que lanzan la caña en Instagram para ver donde se pegarán el gran banquete sin gastarse un euro.
Nos dimos cuenta de que todos los actores en el contubernio habanero teníamos ya una cierta edad cuando, en materia de redes sociales, llevábamos una hora hablando y nadie había mencionado aún la etiqueta Tik-Tok. El debate entonces derivó hacia el lamento más o menos desconsolado. Qué sería de esos jóvenes alimentados por vídeos chorra y sin la más mínima cultura culinaria, quién les explicaría que los restaurantes que valen la pena no tienen nada que ver con la comida rápida ni una mal entendida globalización, sino con la slow food y el kilómetro 0. De todos modos, no valía la pena ponerse en modo apocalíptico. Hace más de dos mil años ya había griegos quejándose de que los jóvenes eran maleducados e ingobernables… Como sólo vivimos una vida, repetimos todos los clichés, aunque sin darnos cuenta y siempre descubriendo el Mediterráneo y las delicias de la sopa de ajo.
La conclusión del debate, si es que hubo alguna, es que es urgente desenmascarar a los jetas y reconocer y valorar a los agentes auténticos y valiosos de la comunicación gastronómica. Como en todos los sectores y en todas las profesiones, me temo.