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BRAND VOICE – Memorias de Taormina
Capítulo 3: Con las manos en la masa
Redacción – 17/04/25
De Sicilia nos trasladamos a Nueva York. Emprendemos un viaje de ida y vuelta, que comenzó con un conflicto de alcoba, la pérdida del favor del Don y el afecto de un capo en Little Italy. Todo, gracias al buen hacer de la Pazzo en la cocina
La Mamma estaba rodeada de admiradores. Recibía cartas, flores, joyas… regalos de todo tipo en los que cientos de amantes le declaraban su amor eterno. Había directores de cine, políticos, intelectuales, artistas, industriales o aristócratas. Todos querían su favor, sus besos, su alegría y su piel. Sin embargo, era la favorita del Don. Y es que la Pazzo es ardiente como el Etna, salvaje como la Costa de Mongiove, inesperada como una tormenta de verano, asombrosa como un acantilado, y tan sorprendente como el Vesubio en erupción.
Todos conocíamos el poder y la exuberancia de la Mamma en Sicilia, poder que, evidentemente, se veía reforzado por la influencia de Don Giuseppe: el capo más importante de la Cosa Nostra. Un hombre poderoso y huidizo, un misántropo del que se hablaba a media voz con respeto y miedo. A pesar de ello la Pazzo hacía gala de su libertad e independencia. Ni siquiera Don Giuseppe era capaz de atar en corto a esta mujer indómita. Este hecho aumentaba su atractivo y hacía de ella un objeto de deseo, codiciado por aquellos que osaban competir con el Don por el control de la mafia. La Pazzo, conocedora de esto, se dejaba querer. Pero nunca se comportaba como un objeto. Ella no había nacido para ser florero. Ella era un jardín entero.
Aún recuerdo como si fuera ayer aquella madrugada. La Pazzo había organizado una de sus célebres fiestas. Hasta que no llegué a Villa Sant´Andrea no entendí qué quería decir la gente con eso de que las fiestas de Mamma Pazzo eran descomunales. Reconozco que no había visto nunca nada igual. Jardines renacentistas bellamente decorados. Salones privados. Vistas al mar. Los invitados portaban máscaras y danzaban bajo las lámparas de araña de cristal de Murano. La bebida brotaba de unas fuentes barrocas, que recordaban a la de Trevi.
Y de repente, ahí estaba ella, saludando a todo el mundo, mientras bajaba las escaleras de mármol con un cocktail en la mano. La imagen de la Mamma descendiendo los peldaños pervivirá en mi retina, lo prometo, hasta que el mundo deje de ser mundo. «Ciao caro mío, divertiti alla mia festa».

Todo parecía discurrir entre el jolgorio y la despreocupación. Fue hacia el final de la fiesta, cuando ya casi no quedaban invitados o estaban todos desperdigados entre las habitaciones de la villa, cuando se escucharon gritos y disparos. La gente empezó a correr despavorida. Entre las sombras vi correr a la Pazzo, agazapada tras una sábana manchada de sangre, y luego la perdí de vista. Y no durante horas, sino días. Pasaron las semanas, y mi preocupación iba en aumento. Parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Entre los corrillos se rumoreaba que Don Giuseppe, en un ataque de celos tras verla con un joven en actitud despreocupada, había tomado cartas en el asunto. Ese verano ya no volví a saber nada más de ella. Ni el siguiente.
Dos años más tarde recibí un telegrama: «Caro, sono io. La Pazzo». Decía. Me llegó desde Nueva York. De la oficina de correos y telégrafos de Mulberry Street. Eso era… Little Italy. El barrio de Manhattan donde los italoamericanos habían creado su casa fuera de Italia. Tras ese telegrama llegaron más, y con ellos, otros tantos míos de vuelta. Me contaba que estaba bien, que tuvo que abandonar Sicilia por un asunto un tanto turbio. Yo intuía qué le hizo abandonar su tierra, pero no quise profundizar en tan peliagudo enredo. También me contaba que había conocido a un hombre, natural de Nápoles, muy respetado en la ciudad, y que en una fiesta de San Genaro quedó embarazada. Eso lo dijo sólo una vez. No obstante, nunca más volvió a nombrar ese dato.

Pasaron los años, y aunque seguía en contacto con la Pazzo a través de alguna que otra carta sin remitente, nunca mencionó su paradero ni la existencia de un hijo. Yo había vuelto a Manhattan donde trabajaba entre los papeles y la tinta de la redacción que pagaba mis facturas. Mi economía no era boyante por aquella época y me alimentaba a base de comida callejera. Un día paseando por Grand Street me topé con una pequeña pizzería que me llamó la atención. Tras una pequeña barra de servicio vislumbré un chico joven cuya mirada me recordó a alguien. No podía ser, me convencí de que la imaginación me estaba jugando una mala pasada. Pero había algo en él, no sé como decirlo… familiar. Me acerqué y pedí una porción de pizza. «Questa è la Bomba Trufada». Me dijo. Nada más llevarla a la boca, una explosión de sabores me inundó de recuerdos.
Sabía a Italia, pero pertenecía a Nueva York. La pizza tenía una base de crema tartufata, queso ahumado, mozzarella fior di latte, tomate confitado, yema de huevo curado, bacon crujiente, trufa y perlas de pecorino romano. Efectivamente era una bomba. Sorprendido, le pregunté su nombre y dónde había aprendido a hacer semejantes pizzas. «Me llamo Sergio Paolini», respondió: «Mi madre era siciliana, aunque nunca la conocí. Mi padre, originario de Nápoles. Nací aquí, en estas calles. Me crié aquí. Mi sangre es italiana, pero mi naturaleza, americana». ¿Había dicho Paolini? ¿De qué me sonaba ese nombre? ¿No era ese el nombre de aquel cocinero que conocí en Milazzo cuando fuimos a las islas Eólicas? No podía ser. ¿O tal vez sí? Decidí aparcar todas aquellas preguntas que rondaban mi mente.
Volví asíduamente a aquella pizzería. Estaba intrigado por el origen del chico, pero también fascinado por el sabor de sus pizzas. Poco a poco, entablé una relación de confianza con él y me contó que fue abandonado por su madre siendo un bebé. Le crió su padre, un respetado capo de la mafia napolitana exiliado a Little Italy. Creció en un entorno turbio, rodeado de la influencia de su padre y la violencia. Desde joven, mostró signos de caos y rebeldía. Pero gracias a su actitud desafiante y su procedencia familiar, en realidad, se convirtió rápidamente en una reconocida figura de la vida callejera de Little Italy.
Me contó que tras verse involucrado en asuntos turbios y una llamada de atención (bastante hipócrita, por cierto) de su padre, decidió empezar a ganar su propio dinero y apostó por una pasión genuina. Una pasión que también compartía con su padrino, Sergio, de quién había adoptado su nombre y apellido movido entre el rencor y la frustración con su verdadero padre. Mis ojos se abrieron como platos. Le pregunté si su padrino era Sergio Paolini, un cocinero siciliano de Milazzo. Él se sorprendió y lo confirmó. Empecé a atar cabos. Era un chico rebelde, audaz, frustrado, cabezota y resiliente. Pero también resultaba magnético, con esa misma mirada que sólo tenía una mujer en el mundo: la Pazzo. Sin duda era el hijo secreto de Mamma Pazzo.
¿Cómo terminamos en Pizza Combat? Pues bien…
También me dijo que tenía ganas de expandir el negocio, de ser el más grande pizzaiolo del país, que quería combatir con el resto de pizzerías por ser el mejor. Le dije que le ayudaría. Que conocía un concurso: Pizza Combat. Que podíamos presentarnos. Que ya teníamos pizza. Aquella bomba trufada que probé la primera vez es inigualable. Sólo hacía falta un nombre. Le sugerí Mamma Pizza. Al principio era reacio, pero finalmente lo aceptó. En aquél momento nos embarcamos en la mayor competición nacional de pizza.
Él tenía un propósito: ganar. Y yo otro, averiguar más de su vida y volver a ver a su madre.

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