Cuando el mundo conspira contra ti. Foto: Mikel Ponce

LIFESTYLE – BATIN LOVER

¿Por qué este camarero me sirve tan mal?

Ferran Salas 08/05/25

Este es un relato de un hombre decadente que sólo existe a través de la mirada de los otros. Un hombre, eso sí, que no cede en sus gustos: siguen siendo tan caros como cuando era rico. Por eso, no entiende que el servicio de sala no sea impecable y los camareros, maestros de la hospitalidad

Los de nuestra generación nunca tuvimos una madre. Teníamos una sirvienta, una chacha, una kelly, una mucama. Una que comenzaba su jornada laboral a las 7 de la mañana cambiando las sábanas de los dormitorios y preparando el desayuno para, posteriormente, quitar el polvo, las huellas dactilares, la suciedad, las manchas y los restos de comida de los muebles. Que después de limpiar la casa, planchaba la ropa y se iba al mercado, donde realizaba la compra. Y que, antes de las 12 horas, estaba ya en casa, con la comida organizada en la despensa y los utensilios de cocina sobre la encimera. Los de nuestra generación crecimos con una referente materno lleno de abnegación y servicio. Seguramente por habitar ese contexto, muchos valoramos y replicamos los patrones con los que hemos sido educados. 

Los de nuestra generación alabamos, por ende, los restaurantes de cliente. Esos lugares seguros que constituyen faros ante la oscuridad. Guardianes de las esencias. Abanderados del clasicismo y el academicismo. La perdiz a la prensa y el Baumkuchen en Horcher, la naranja preparada de Vía Venetto, la becada trinchada en Zalacaín, pero también el jarrete sobre el gueridon de Saddle, el carro de quesos de Abel Valverde en Desde 1911 o la crêpe Suzette de El Bressol. Lugares donde el protagonista es el cliente. Espacios en los que manejan el noble arte de la hospitalidad con disciplina prusiana, diplomacia británica y sutileza nipona. Salas donde el secreto está siempre en el tempo. Los detalles. Lo que cuentan y lo que omiten. Servicios profesionales que dominan la distancia y el cobijo. Refugios ante la mediocridad en la que estamos inmersos, se reproduce por doquier.

«Los de nuestra generación alabamos los restaurantes de cliente. Lugares seguros que constituyen faros ante la oscuridad. Guardianes de las esencias. Abanderados del clasicismo y el academicismo.»

Lamentablemente esos tiempos ya no son. Y abundan otros. Todos escuchamos las mismas quejas: encontrar personal es el principal reto de la hostelería hoy. «Nadie se quiere dedicar a esto», dicen sotto voce los más discretos y, con aspavientos, los más bravucones. Pero en el fondo, ambos se muestran resignados. Desconozco las razones objetivas, pero tengo claro las consecuencias de la falta de glamour que existe en una sociedad que desprecia el arte de servir. Alguien que rehuye de la magnanimidad que te da la generosidad de brindar momentos únicos y hacer sentir querido a los demás es alguien destinado a sufrir una vida repleta de resentimiento y envidia. Una vida egoísta e individualista, que nos lanza como sociedad al fracaso. Intuyo que la gente, hoy piensa que servir es de pobres e indigno. Claro, es mucho más digno engañar a gente a través de la tecnología recomendando, por ejemplo, lugares y productos cutres en sus redes sociales.

Es increíble como cambia un paisaje dependiendo de las situaciones, las emociones, el contexto, el entorno y la compañía. Al final, los lugares son las emociones que nos hacen sentir. Por eso, como diría Hemingway: «Nunca escribas sobre un sitio hasta que estés muy lejos de él». Ahora, tras múltiples fracasos en diversos restaurantes, por no hablar de bares y tabernas, puedo afirmar sin sonrojarme que la sala se ha tornado oscura. Perecedera. Insensible. Superficial. Llena de lugares comunes en el mejor de los casos y ausente de profesionalidad y empatía en el peor. Que lamentablemente es en la mayoría de ellos. Supongo que aquí es cuando uno empieza a darse cuenta que la fiesta está acabando. Porque es cierto: un servicio amable salva una comida mediocre, pero un plato excepcional es incapaz de devolverte al mismo mantel con un servicio nefasto.

Estoy harto de camareros que te ven y se hacen los locos. De los que te hablan en diminutivo, los que dicen «¿qué vais a tomar chicos?», los que no conocen ni su propia carta o ignoran los ingredientes de los platos, por lo que tienen que consultarlos en cocina. También de los que hacen bromas o te desparraman la bebida en la mesa. Puedo entender a los que empiezan si son amables, pero desprecio a los que vienen frustrados de casa, los que te miran altivos o despreciativos y especialmente a aquellos que van de listos. Los que te aseguran que el pescado es salvaje o el caviar Iraní; los que te quieren explicar -cito literalmente- que este es «un Roja valenciano» o que aquella tinta fina «está sobrevalorada, y mejor tómate este vino natural (que es una porquería) que está mucho más bueno».

«Porque es cierto: un servicio amable salva una comida mediocre, pero un plato excepcional es incapaz de devolverte al mismo mantel con un servicio nefasto.»

La ignorancia es muy atrevida. Muchas veces me dicen que me olvide y me adapte, que es lo que hay. Pero yo no quiero olvidar. Olvidar significa potenciar la probabilidad de volver a fracasar. Luis Sepúlveda sabía de lo que hablaba cuando escribió: «Los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso». Y yo hace mucho tiempo que soy pobre, por eso no puedo permitirme el lujo de equivocarme mucho más. También paso de esa hostelería deshonesta. Porque ese hostelero que dice que te quiere tanto y piensa en ti -el mismo que, cuando cruza la mirada contigo en la sala, te interroga en silencio para saber si hace falta que vaya- en realidad ni piensa en ti, ni te quiere tanto. Como mucho, seguramente quiere tu dinero. Porque un buen camarero, no debería ir solo cuando lo reclaman. Uno debería ir cuando es necesario, aunque ni el comensal mismo sea consciente de ello.

Los franceses, que en muchas cosas nos llevan años de ventaja, tienen un concepto precioso para hablar de la pérdida de la oportunidad: l´esprit de l´escalier. Tiene que ver con ese momento tardío -porque el ingenio siempre es tan desafortunado que llega tarde- en el que se te ocurre una réplica sutil, elegante, mordaz, ácida, lacónica, frívola y, sobre todo, inteligente. En el que piensas que deberías haberle dicho esto o lo otro a aquel camarero que te ha tomado el pelo. Al menos, haber replicado cuando te ha dejado la nota tirada encima de la mesa casi con desprecio. L´esprit de l´escalier es ese momento posterior que se da tras el portazo que se estampa en tu cara. 

Una puerta que quizás no vuelvas a cruzar más: la del mal servicio.

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