Las mejores croquetas de España: las de Francis Paniego en El Portal de Eucharren. Foto: Mikel Ponce

GASTRONOMÍA – A LA CONTRA

Mi abuela no hacía croquetas

Jordi Fenoll – 19/06/25

De cómo los nuevos bares “tradicionales” borran la tradición

Local abarrotado, gente haciendo cola de pie para ocupar una de las codiciadas mesas en la terraza. Estás charlando con tus amigos, y entre tus perros que requieren tu atención, y la mirada rapaz de la gente que hace cola, el aperitivo te va a sentar mal. Sientes los ojos que se clavan en tu nuca, oyes los murmullos en inglés, francés y alemán. «¡Maldito indígena!», jurarías haber oído. Entre tanto vinito natural, gildas «que te explotan la cabeza», bigotitos, tatuajes finitos y pequeñitos, chándal con camisas ( vestíamos así en los 90; eso es lo que dicen ahora) y el enésimo pop-up de dos locales que acaban de abrir, me va a sentar mal la caña. 

Esto es, más o menos, un domingo a mediodía en Sant Antoni, Barcelona.

Vine a Barcelona el 2005, y por aquellos años, se vivía un languidecimiento del vermut. La cerveza había casi acabado con el tradicional vino encabezado y la oferta para acompañar esas cañas solía ser bastante escueta: olivas, laterío, croquetas (casi siempre congeladas), albóndigas, y, con suerte, capipota amb tripa. El lector tal vez haya percibido que aún no hemos hecho ninguna referencia al árbol genealógico del o la cocinera. Éramos felices y no lo sabíamos. 

Sin embargo, últimamente en Barcelona, y por lo que tengo entendido en otras ciudades, se está produciendo un proceso curioso. Si bien en su inicio fue ilusionante, ha derivado en una nueva moda, especialmente repetitiva. He aquí el análisis crítico que nadie estaba esperando sobre ello. Porque después de la moda de la cocina peruana, la tailandesa, la mexicana o la cocina viajera-fusión, ahora se han revitalizado «los bares de toda la vida». O eso dicen.

Foto: Habanero

Y vaya por delante que la idea se acogió -yo, el primero- con expectación y casi emoción. Por fin, menús del día bien cocinados, sin aspavientos ni invenciones. Por fin, una oferta a precios comedidos donde reivindicar el Corpus de la cocina tradicional: guisos, potajes, estofados, cremas, ensaladas y asados. Qué bien, ¿no? Pues no. No exactamente. Resulta que una buena idea siempre puede acabar siendo desviada por la homogeneidad más tediosa.

¿Qué está pasando realmente?

La mayoría de éstos nuevos bares de toda la vida han acabado reduciendo la oferta de cocina «tradicional» -soy consciente de que el debate de qué es o no tradicional daría para horas- a otra bastante homogénea. Vemos gildas, anchoas sobre mantequilla ahumada, steak tartar, carne rebozada, callos con capipota, y la reina de las reinas, la emperatriz de los aperitivos: la croqueta. Ensalzada y adorada hasta el paroxismo. No hay neobar de toda la vida que no tenga en su carta una croqueta con la receta secreta de la abuela del cocinero que, en muchas ocasiones, termina siendo la abuela Findus. 

¿Las croquetas son buenas? Son buenas. Pero hay muchas cosas igual de interesantes, y aquí estamos. Y sí, ya sé que todo son gustos, bla bla bla… Pero lo que me indigna no es que a usted, estimado lector o lectora, le hagan una montaña de croquetas para su cumpleaños y piense que no hay nada mejor en el mundo, no. Lo que me indigna es que crea que no hay nada mejor en el mundo, porque la oferta se ha reducido tantísimo que estamos perdiendo un capital gastronómico inimaginable por unas bolas de bechamel. Y encima que esas bolas normalmente sean bastante mediocres, rebozadas y fritas, con aceite del que le pongo a mi Sym Symphoni 125 cc. Y  resulta que todas las abuelas de éstos cocineros… ¡tenían una receta insuperable!

Mi verdadera historia familiar

Mis abuelas tendrían ahora unos 110 años aproximadamente, así que como se pueden imaginar, no están entre nosotros. Una era de Elx, la otra de Guardamar del Segura, y me jugaría un dedo meñique a que nunca hicieron ni una sola croqueta. De los recuerdos familiares aprendí que, habiendo perdido la guerra, la lucha por el pan fue más dura que nunca, y que había que alimentar a los hijos con lo que se podía, no con lo que se quería: el pan negro, el chocolate con más algarroba que cacao, el café escaso, las lentejas con piedrecitas que habían de quitar antes de cocinar… La carne era un lujo reservado para días muy marcados del calendario. Poner en un mismo aperitivo leche, mantequilla, jamón o pollo es un lujo que poca gente se permitiría hace 70 u 80 años… Por algo existe la ropa vieja o los canelones.

Pero no es solo una perspectiva familiar lo que me escama de todas estas croquetas de receta familiar. La segunda crítica que le hago a esta dictadura croquetil que nos ha caído encima es la pérdida de recetario tradicional, lo que a la postre representa una pérdida cultural, pues lo que comemos nos sitúa en un mapa, en un momento histórico. Somos lo que comemos. 

Ahora ya es difícil encontrar las especialidades locales que eran muy comunes cuando yo era un niño. Si pienso en la oferta de aperitivos y «pica-pica» de un bar cualquiera de mi ciudad, en estos momentos, me echo a temblar. Si un camarero les dice que para picar tiene fingers de pollo, croquetas de jamón, gildas, nachos con guacamole y anchoa sobre mantequilla ahumada, ¿sabría señalar en qué ciudad está? Yo sí, en el infierno.

Mojama. Foto: Habanero

La gastronomía tradicional, y subrayo el hecho de que «tradicional» es un momento histórico que elegimos arbitrariamente para ligarnos a un sitio y a un modo, ha llegado a ser mayoritaria pues es un proceso en base a variables como cultura, religión, hábitat natural, clase social y/o abundancia del producto. Mis abuelas ni hacían ni comían croquetas, porque sencillamente lo usual era consumir productos y elaboraciones tradicionales, como pipes i carasses, mojama, huevas de pescado curadas (me dicen por el pinganillo que ahora s dice botarga), quisquilla, sangre con cebolla, agrios o queso fresco con tomate. 

El capitalismo tiende a la uniformización de los mercados, pues cuando una oferta es fácilmente reconocibles, los camareros se ahorran mucho tiempo de explicaciones, y los foráneos consumen con la tranquilidad de saber qué es. Es simplificarlo todo hasta que no haga falta pensar. Y la gastronomía debería ser todo lo contrario a esto: conocimiento, experimentación, entendimiento, descubrimiento. Todas las ciudades acabarán siendo iguales, todos los bares acabarán ofreciendo lo mismo, todos acabaremos comiendo nachos con guacamole mirando un partido de los Giants contra los Miami Dolphins. 

Y no veremos más velas latinas, no tomaremos nugolats al mediodía, ni saltaremos hogueras en San Juan, los niños no temerán la quarantamaula, ni miraremos el mar pensando en todas las cosas que hemos compartido en tres mil años de viaje.

 

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