Las tazas con plato para galletas de Gustaf Westman. Fuente: Ikea
La performance de invitar a cenar, ¿cuándo dejó de ser aceptable abrir una bolsa de patatas?
Sandra Bódalo – 13/11/25
De Isabel Preysler como referencia del lujo clásico, a la posibilidad de atender a los tuyos con un hummus de Mercadona, pasando por el debate sobre si es triste servir el desayuno en un plato blanco de Ikea
De pequeña no me rodeaban grandes lujos —al menos materiales—, y no es que haya llegado a la mitad de la treintena rodeada de caviar y copas de champagne, pero si a algo nos acerca este trabajo tan hedonista como precario, es al mundo del lujo. La posibilidad de disfrutar, aunque sea de prestado, de una habitación cinco estrellas, bañarse en una infinity pool o brindar con vino en un velero. Sin embargo, hasta que empecé a coquetear con lo que hoy en día llamamos lifestyle, mi referencia del verdadero lujo era Isabel Preysler. Y no porque supiera mucho de su vida o de su matrimonio con Julio Iglesias. Tampoco se leía mucho el ¡Hola! en mi casa. Lo era por culpa de aquel anuncio de 1999 de Ferrero Rocher. Con ocho años y once meses, al ver ese anuncio, me sentí como Jack Dawson (Leonardo DiCaprio) cuando se sentó en aquella mesa de primera clase: sin saber cuál era el tenedor de ensalada pero con unos preciosos ojos azules —qué se le va a hacer—.
El síndrome del mantel perfecto
Hasta entonces, nunca me había preguntado qué significaba ser realmente una buena anfitriona, aunque entendía que no eran necesarios cubiertos de plata ni servilletas bordadas. Desde mi niñez hasta mi adolescencia, el verdadero referente era (y sigue siendo) mi tía Mercedes: recibía a la gente en la puerta, dejaba los abrigos sobre la cama, sacaba aperitivos y siempre tenía un plan B por si alguna invitada mimada —véase yo— no soportaba el menú planteado para ese día. Se cuidaba la estética, sí, pero sin grandes artificios ni presupuestos. Lo más importante era, sin duda, la sobremesa o la confianza para echarse una cabezada en algún sillón. Pero, sobre todo, sin esa presión de que alguien sacara el móvil para inmortalizarlo en plano cenital.
El mencionado anuncio de Ferrero Rocher. Vídeo: Ferrero Rocher
En estos últimos años, ya sea en primera persona o a través de los quince centímetros de mi pantalla, he contemplado cómo recibir gente en casa se ha convertido en una performance cuidadosamente orquestada. Está claro que para ciertas personas es algo natural, divertido e, incluso, un placer en sí mismo. Hay quien disfruta preparando cada mínimo detalle: doblar las servilletas, sacar su talento innato para la caligrafía, ir al mercado en busca de las mejores gildas… Sin embargo, en-este-mundo-que-nunca-para, a veces solo quiero volver a esos momentos en los que bastaba con sacar un hummus del Mercadona y hacer un bowl improvisado con la misma bolsa de patatas. Sin fotos, sin stories, sin grandes producciones.
El arte (y la ansiedad) de poner la mesa
Ahora me pregunto: ¿este desasosiego es solo mío? ¿Será que sufro las 24 horas del día esa maldita deformación profesional que me impide ver una mesa normal y ya está? ¿Por qué me tiene que dar TOC ver que los vasos no vayan a juego, si vivo de alquiler y ni siquiera sé qué cocina tendré mañana?
Para Elena Giménez, fundadora de EL AMOR Productions, esto no es algo nuevo. De hecho, explica que «el arte de poner la mesa nos acompaña casi intrínsecamente como humanos desde la Grecia clásica». Como esteta profesional —ya sea desde la moda o desde su agencia de producción creativa de eventos curados—, Giménez cree que simplemente hemos «vuelto a dar importancia a los actos más sencillos que nos invitan a socializar», enfocándonos en la experiencia del invitado y en «generar momentos que trasciendan, para agradecer y celebrar todo lo que pueda suceder alrededor de una mesa». Una visión que también comparte el director de arte Yeray Dorta, quien apunta que también es una forma «de descubrir que puedes desarrollar tu creatividad en lugares donde antes ni te lo planteabas».
Adrián M. Almonacid, director de arte en Martínez Siesta, coincide: «Antes, poner la mesa era algo funcional y ya está; ahora se ha convertido casi en un ritual estético». Un ritual que también puede tener su lado negativo, como esa búsqueda constante de la perfección o la pérdida de significado cuando únicamente se busca gustar. «Es divertido, pero no se puede convertir en una exigencia, porque entonces pierde toda la gracia. Hay días para todo y momentos para todo; no podemos convertir cada comida en un gran evento estético y público. Se nos ha ido un poco de las manos», bromea el también director de Mostrador, la nueva galería de collectible design en València. ¿Significa esto que hemos perdido toda espontaneidad? Almonacid espera que no: «A mí me encanta cuando una mesa se nota vivida, con un poco de caos bonito». Está claro que las redes han hecho que todos tengamos más referencias y más conciencia estética, «pero también nos ponen presión», añade.
Como decía la set designer Teresa Miravé en otro artículo de Habanero, ahora cuando abrimos la nevera no solo vemos un tomate, porque «comer está de moda, y comer bonito aún más».
Vajillas virales para tomarse la vida menos en serio
Este postureo estético también lo advierte la fotógrafa y creativa Elena Rodicio. «Las redes sociales nos han puesto cierta presión por la perfección y han cambiado mucho nuestra relación con los espacios: a veces decoramos más para mostrarlos que para disfrutarlos, incluso en algo tan simple como poner la mesa», opina. Entonces, ¿dónde está la clave? Para la creadora de contenido —también conocida por su cuenta @doa.morna, donde habla de estéticas y curiosidades—, el secreto está en «encontrar el equilibrio y no convertirlo en una performance constante. Puedes comer como en la mesa de María Antonieta y cenar como en la casa de tu abuela. Esa es la gracia». Y lo más importante, «que sea auténtico, que refleje cómo eres y lo que te apetece en ese momento», añade Yeray Dorta. Incluso él, que ha hecho del diseño gráfico y la estética su forma de vida, se permite «dejar espacio para la improvisación y ser «cutre» si el momento lo pide».
Las vajillas de la cartuja. Foto: La Cartuja de Sevilla
Aunque está claro que también hay quienes cuidan su mesa o su desayuno sin necesidad de compartirlo con sus seguidores. Esas pequeñas ceremonias privadas que también constituyen una forma de placer. «A mí, que me encantan las vajillas, el momento tan simple de elegir entre todos mis platos o tazas cuál va a ser mi elegido de ese día para comer, me pone especialmente contenta», confiesa Rodicio.
En esta era en la que la decoración se ha vuelto casi mainstream, las vajillas han pasado de ser un simple soporte para la comida a objetos de deseo con narrativa propia. Y, curiosamente, octubre fue el mes en el que los platos fueron tema de conversación nacional. Por un lado, el lanzamiento de la colaboración Gustaf Westman x IKEA, el nuevo fenómeno viral cuyas piezas —no todas— se agotaron en cuestión de horas. Por otro, el anuncio de que La Cartuja de Sevilla, la legendaria firma fundada por Charles de Pickman en 1841, detenía su producción y comercialización «por un plazo no determinado» debido a «razones técnicas».
El pasado y el futuro frente a frente: la tradición artesanal de una fábrica mítica frente a la estética naïf y pastel de un estudio sueco fundado en 2020. Dos visiones opuestas, separadas por casi dos siglos y un océano de filtros de Instagram. A propósito de esta polémica, bien vale rescatar una frase que la estilista Marta Handrich publicó en verano, dentro de una serie de frivolidades que escribe junto a su hermana Blanca. Escribía Marta: «No puedo entender a la gente que desayuna a diario en un triste plato blanco de Ikea, con la cuchara golpeando la loza sin alma, como si aquello no tuviera importancia».
«No puedo entender a la gente que desayuna a diario en un triste plato blanco de Ikea, como si aquello no importase»
Porque, admitámoslo, hasta el plato de cereales se ha convertido en una declaración de intenciones. Y si no, que se lo digan a Gustaf Westman, cuyo universo pop ha conquistado los feeds de medio mundo. «Creo que el éxito de Gustaf Westman tiene mucho que ver con lo pop de su propuesta. Son piezas felices, divertidas, playful, y eso conecta mucho con cómo consumimos estética hoy, especialmente en redes sociales. A mí me encanta ese toque pop y casi absurdo que tienen algunas de sus piezas como una fuente pensada solo para las albóndigas», explica Dorta. Es justo tomarse el diseño en serio, pero sin perder la ironía, lo que ha conectado con una generación que «busca alegría en los objetos cotidianos», cuenta Elena Rodicio. Tras años de sobriedad y minimalismo, «volvemos al color con tendencias como el dopamine color». Aunque para ella, sin duda, otra de las razones de su fama se debe a que ha sabido moverse «entre el diseño de autor y el objeto mainstream. Y no hay que olvidar que su estética es muy fotografiable, y eso hace que en redes corra como la pólvora».
Lo que no ha ocurrido con La Cartuja de Sevilla sí sucedió, para bien, con Duralex. Esas vajillas marrones y verdes translúcidas que se apilaban en las alacenas de nuestras abuelas, testigos silenciosos de tantos Cola Caos y platos de lentejas, han vuelto convertidos en objetos de culto. En un mundo cada vez más digital y homogéneo, apetece rodearse de cosas que nos devuelvan a lo tangible, lo imperfecto y lo propio. Como reconoce Almonacid, «hay algo muy bonito en rescatar objetos que antes eran cotidianos y hoy vemos casi como tesoros».
Tal vez ahí resida la clave: entre el plato de albóndigas azul celeste y la vajilla heredada de la abuela, todos buscamos lo mismo: un poco de belleza cotidiana y algo de alegría visual —y emocional— sobre la mesa. Pero sin postureos obligatorios, por favor, y con un poquito de espacio para el cutrerío y el caos.