Natxo Sellés. Foto: Andrea Savall

Natxo Sellés, el chef que eligió trabajar en Concentaina

Andrea Savall – 19/06/25

De joven soñaba con trabajar en restaurantes conocidísimos en Madrid o en Barcelona, pero recibió la llamada de El Laurel. Y como muchos de nosotros, hizo el camino de vuelta

Las sincronías de la vida te llevan por caminos inesperados, pero al llegar a la meta, te das cuenta de que todo tenía sentido. Natxo era un apasionado del acto de comer desde niño. Hay personas que nacemos así: poniendo los pies en la tierra a través de los sabores; otras, en cambio, sobrevivirían con tan solo una pastilla nutricional. Los de la primera casilla tenemos una ventaja: solemos amar las sobremesas.

Lo mejor de la vida, si me preguntas.

He celebrado muchas cosas en el restaurante de Natxo Sellés: la última comida con mi abuelo fuera de casa -dos años antes de morir y con ron cola incluido-, el vigésimo tercer cumpleaños de mi hermana, reencuentros y noches divertidas con amigos, como la que tuve el otro día. Vivo en Valencia desde hace muchos años y, literalmente, cuando entro en su restaurante en Cocentaina, siento que por un instante he vuelto. Lo mismo le pasó a él: se fue y volvió. Con la ligera diferencia de que él se quedó.

Fue allí mismo, solo que por entonces se llamaba El Laurel, donde Natxo hizo sus primeras prácticas voluntarias, antes siquiera de empezar su primer curso de cocina. Era el verano de sus diecisiete. El Laurel era un restaurante de comida tradicional, sencillo, de esos que nunca fallan porque ofrecen la comida típica del municipio, y además, muy bien ejecutada.

La oferta gastronómica en Natxo Sellés. Foto: Andrea Savall 

Después de ese verano, se mudó a Barcelona a estudiar en la prestigiosa escuela Hofmann. Fueron tres años cocina y repostería francesa, antes de pasar un año haciendo prácticas en Arzak, el restaurante de Juan Mari Arzak, en Gipuzkoa, que cuenta con tres estrellas Michelin y tres soles de la Guía Repsol. La última parada, antes de volver a casa, sería de nuevo en Barcelona, donde pensaba quedarse, trabajando como jefe de carnes y pescados junto a Sergi Arola. en el Hotel Arts. Dos llamadas del antiguo propietario de El Laurel, ofreciéndole quedarse con el restaurante, fueron responsables de su destino. En la primera rechazó la oferta; en la segunda, seis meses después, aceptó. Así fue como volvió a donde todo había empezado, siendo él mismo, pero con herramientas para hacer las cosas de forma distinta.

El 3 de abril de 2007, el restaurante pasó a ser suyo. En sus inicios, siguió con la estela de la cocina tradicional, hasta evolucionar hacia una cocina de producto y, finalmente, consolidarse como cocina de autor.

La comida con amigos

Llevo yendo al restaurante de Natxo Sellés desde que tengo catorce años, y eso me ha permitido vivir su evolución. Pasó de ser un chico tímido, que demostraba el afecto a sus comensales a través de los cuidados -como llevarles el café y preguntarles qué tal habían comido, casi sin mirarte a los ojos-, a recibirte con una gran sonrisa que deja entrever que ya se siente el rey de la pista.

Tras varias reformas y con más personal, por fin tiene el tiempo y la dedicación para innovar en su proyecto. Cambian de carta tres veces al año: en enero, mayo y septiembre. Sus ganas de aprender se han multiplicado y sigue formándose, leyendo sobre cocina continuamente. Es algo que se nota en sus platos, que saben sorprender tanto a su público más joven como al de toda la vida.

La última vez que fui, éramos un grupo de seis amigos, y ellos lo hacían por primera vez. A todos les sorprendió y a todos les encantó. Al ser tantos, pudimos probar de todo. Éramos un batiburrillo de dos murcianos, tres alicantinos y un valenciano. Al entrar y estar en contacto con su trato, sabes enseguida que has hecho una buena elección y que esa noche será una de las buenas. Pedimos pericana de capellà, un plato típico de la zona, pero que no sabe igual en ningún otro sitio. Jugamos al juego de elegir cada uno un plato. El siguiente fueron unas manitas de cerdo guisadas con garbanzos pedrosillanos. Uno de mis amigos dijo algo que me gustó: «Lo guay de ir con amigos a cenar es que pides cosas que jamás habrías pedido». Y es que sí. La mitad de los que estábamos allí no hubiéramos pedido casquería, pero fuimos todos los que casi lloramos de gusto al probar el plato. Su sabor era intenso, ligero al mismo tiempo, y de mojar pan.

Continuamos en la misma línea con unas mollejas asadas de ternera, trinchat de bulbo de hinojo y patatas con salsa de limón. En mi vida hubiera pensado que unas mollejas pudieran ser mi plato favorito de ningún lugar. Natxo me confesó que tienen una elaboración especial: les quitan toda la grasa, las glasean en el horno y las marinan. Te prometo que solo por esas mollejas vale la pena ir hasta Cocentaina.

«Le pregunté a Natxo si alguna vez se había arrepentido de volver a su pueblo, y su respuesta fue un flamante no».

Cuando trajeron los huevos de oca con crema de colmenillas, trigueros y papada Joselito, ninguno de nosotros esperaba unos huevos tan grandes que, literalmente, rompieron la mesa, terminando de preparar el plato allí mismo. Ya estábamos todos dentro, nos sentíamos fantásticos; era el momento de pedir la segunda botella de vino. El último entrante fueron unas gyozas de salmón con crema de trufa. Estaban muy buenas, pero después de hablar con Natxo, habría pedido el ceviche de gamba blanca, porque me dijo que es de lo que más se siente orgulloso. Rematamos la cena con un chuletón de vaca poco hecho, que parecía mantequilla, y cerró la noche con un final perfecto.

Le pregunté a Natxo si alguna vez se había arrepentido de volver a su pueblo y su respuesta fue un flamante no. Me contó que, después de muchos años, ha podido llegar hasta donde está ahora, y que su plan es expandirse. Acaban de abrir su segundo restaurante, enfocado en eventos, en la zona de Castalla. Quién sabe si el próximo será en Valencia o en Alicante.

La moraleja

Con todas las veces que he ido, nunca había podido preguntarle todo lo que le pregunté aquella vez. Fui consciente del recorrido que tuvo que hacer hasta tener el restaurante de sus sueños. Me inspiró en eso de que si abrazas la incertidumbre, la vida, al final, acaba cogiéndote de la mano. Seguramente el joven Natxo soñaba con trabajar en restaurantes conocidísimos en Madrid o en Barcelona, pero la mayoría de las veces tenemos el camino delante de nosotros mismos, aunque nos empeñemos en mirar hacia un lugar distinto del que nacimos. Solo hay que mirarlos desde otro lado. Irte para luego volver.

O en mi caso: no volver pero nunca habiéndote ido del todo. 

También pensé en lo poco que conocemos a la gente que hay detrás de los restaurantes, mientras que algunos de ellos han sido testigos de nuestras infancias, de nuestros lloros adolescentes o de todos los brindis que hemos dado con cada pasito que hemos logrado. Y es que la gente de sobremesa sabemos, desde hace mucho tiempo, que los capítulos de nuestras vidas podrían nombrarse por restaurantes como este. 

Quizás se trate de mirar hacia delante dando pasos pequeños, confiando en que todo lo que esté por llegar sea más luminoso. Estemos donde estemos, vivamos donde vivamos, lo que importa es quedarse con lo aprendido. Los mismos lugares de nuestras infancias pueden parecer intactos, somos nosotros los que tenemos el poder de ir transformándonos. 

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